////// Año XVIº /// Editor Anónimo: Daniel Ares /// "Prefiero ser martillo que yunque", Julio Popper ///

miércoles, 13 de junio de 2012

MEMORIAS DE UN MERCENARIO - HOY: "La derrota es nuestra", recuerdos de la guerra de Malvinas...


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El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11/08, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes.
El autor se retiró de lo que ha dado en llamar "el periodismo industrial" no arrepentido, pero si exhausto, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.



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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "La derrota es nuestra"



La guerra es siempre un éxito.
Nos gusta.
La gente la consume en todos sus formatos, películas, cuentos, novelas, incluso canciones, y por supuesto, y mucho más, cuando suceden en la realidad y la sangre no es jugo de tomate, no pibe.
Nos gusta la guerra.
Se trata acaso del mayor espectáculo dramático que pueda producir el hombre.
Para la prensa, suele ser un bacanal. Algo ya les conté el año pasado para estos días en el episodio no por nada titulado ¡Viva la guerra!,..
Sin embargo, muy por el contrario de lo que pueda pensar el novato, en tiempos de guerra el drama diario del editor ya no es buscar grandes noticias, sino distinguir cuáles de todas son las mejores, es decir, las que mejor venderán.
Las primicias quedan de lado, son raras y difíciles, porque en tiempos de guerra la censura militar reina así sea bajo democracia, mucho más en dictadura, como fue el caso de los medios argentinos cuando Malvinas. Por ello siempre es mejor concentrarse en la carne mortal y sus despojos, en el drama vivo del asesinato en masa, en común.
Muertos y futuros muertos son entonces lo más recomendable. Recuerdo cómo nos pedían por aquellos días, a los cronistas que cubríamos el Frente Sur –y a todos, ojo, nacionales y extranjeros-, fotos de cadáveres o heridos o confesiones o cartitas de soldados prontos para partir al combate. Muertos y futuros muertos, es pescado fresco.
Naves que se hunden, aviones en llamas, viviendas destruidas, mutilados, llantos, miedo, el cronista debe estar atento a todas las posibilidades, grandes y pequeñas, espectaculares y etéreas. De su astucia dependerá su trabajo, de su olfato para la carroña, su pan diario, y el  único enemigo, siempre, es su colega.
Claro que cualquier periodista que se precie de tal deseará tener un día su propia guerra. Es como un gran toro para un torero de verdad. Yo tuve esa suerte durante la inmensa tragedia de 1982.
Pasado el primer estupor, admitida ya como real aquella guerra a simple vista inverosímil, los medios argentinos, poco a poco –más despacio de lo debido (porque años de periodismo en dictadura adormecen los reflejos)- descartaron cualquier otro asunto, y se concentraron en el gran desastre inminente.
Las cosas no podían ser mejores. Cada edición vendía más que la anterior. El tema era un éxito. El mundial de España podía esperar, el país, la deuda externa, todo podía esperar. Malvinas era el hit.
Cuando el negocio es la carroña, la guerra es un festín, seguro. Pero no todo lo que brilla es sangre, ojo… Porque tanto muerto aviva toda clase de aves y otras bestias que diseminan el horror sin que el horror ya se distinga de otra cosa. Entonces el drama diario del editor, pero también del cronista, ya no es encontrar un árbol en pleno bosque, sino distinguir cuál de todos arderá más en los kioscos.
Por aquellos días los medios gráficos que hicieron el mayor despliegue en la cobertura fueron -en orden de importancia- Editorial Atlántida, Clarín, Abril, La Nación, y muy tarde, y muy atrás, Perfil.
La cobertura más completa fue la de Atlántida, la que tenía más gente -un cronista para cada punto, y un fotógrafo para cada cronista-, y se extendía hasta Tierra del Fuego, donde sólo estábamos Mario Markic para Gente, yo para Somos, y Roque Escobar por la revista Siete Días, de la entonces ya moribunda editorial Abril.
El hazmerreír de los corresponsales era Perfil. Para sus revistas La Semana y Semanario, Jorge Fonteveccia -en persona- y su equipo -tres o cuatro redactores y otros tantos fotógrafos- bajaban desde Buenos Aires en un par de coches de alquiler, bien apretaditos, pero no muy rápido. Los demás decíamos que “iban a la guerra en taxi”. Ja. Perdidos en su lenta road-movie, cuando alcanzaron Río Gallegos la guerra ya estaba terminada.
A mediados de mayo dejé Tierra del Fuego y subí por cinco días a Buenos Aires, pero después volver a Río Grande ya no fue tan fácil. Al sur de Trelew se habían cerrado todos los aeropuertos así que tuve bajar por tierra y allí recorrí punto por punto lo que entonces se llamaba el Frente Sur. Paré un par de días en Comodoro Rivadavia, y casi una semana en Río Gallegos.
Conforme bajaba, la prensa se deshilachaba. En Comodoro estaban todos, grandes, medianos y pequeños medios, la tele, la radio, las revistas, los diarios y las agencias. En Gallegos sólo quedaban los más grandes: Clarín y La Nación, Atlántida y Abril. En Grande ya lo dije, nosotros y Siete Días.
En Comodoro el casino del hotel, su bar y su restorán, abducían a toda la prensa presente entre romances de ocasión, mesas de ruleta y alcohólicos progresivos. Base del Ejército, allí un tal coronel Solis nos informaba cada mañana lo que ese día tampoco podríamos hacer. 
En Gallegos convivíamos en un mismo hotel los periodistas y los pilotos de combate. Allí ya los romances eran intersectoriales, digamos, entre cronistas y pilotos, pero los muertos eran sólo de ellos. Los pilotos comían en una mesa aparte, y de tanto en tanto faltaba otro comensal. Para nosotros, era información codificada.
Mientras tanto facturábamos, amos y esclavos, viáticos y ventas. Y comíamos muy bien porque no pagábamos nosotros, así que de paso bebíamos mejor. 
Las horas vacías las quemábamos en “las casitas”, como allá se les llama a los burdeles; y el resto del tiempo lo dedicábamos a esquivar la censura militar y las presiones de nuestros jefes. Todos los días nos sobraba un rato más.
Sin embargo no había descanso. Uno debía mantenerse siempre atento al enemigo: los colegas. Si nadie tenía nada, bien, ¿pero y si alguien conseguía algo? Concentrados en nuestra propia guerra, la otra, la cierta, la única, era apenas el botín por el que peleábamos nosotros.
Los días pasaban y se llenaban de muertos y de dudas. Pero por mucho que avisara en mis informes, nada de eso llegaba a los kioscos.
Fue entonces cuando obtuve, por fin, una primicia, que no era exclusiva, pero sí era enorme: la derrota.
El 7 de junio, para el día del periodista, el siempre triunfalista contraalmirante Horacio Zaratiegui, comandante entonces de la Base Naval Austral, dio un sabroso asado para la prensa presente, y de postre en su discurso, lo anunció sin más vuelas: “más allá del resultado de esta guerra…”, dijo, y no importa qué más dijo, porque ya nadie le escuchó más nada. Eso era todo.
Después del asado nos despedimos con Mario Markic, que se iba a España a cubrir el mundial para Gente. La guerra se había terminado. Las últimas mediciones porteñas advertían un marcado declive en el interés del gran público, acaso aburrido de tanta fanfarria triunfal sin noticias concretas; o acaso más atraído ya por el debut de Maradona bajo las órdenes de Menotti. La guerra había terminado. Seguían las batallas y los muertos, pero la guerra, la nuestra, no. Gente no reemplazaría a Markic. Los muchachos de Siete Días ya se habían ido. Yo partiría en breve. El enviado de La Semana, recién llegaba. Al menos vio caer el telón.
Esa misma tarde del 7 de junio de 1982, apenas volví al hotel después del asado, llamé a Buenos Aires y avisé que la derrota ya era un hecho admitido públicamente por aquel comando... Yo entonces reportaba a Tabaré Areas, y recuerdo muy bien que hasta le repetí aquella frase de Zaratiegui, siempre tan triunfalista, y de pronto tan sincero.
-- Nosotros manejamos otra información, negro -me respondió Tabaré desde su pecera en Buenos Aires.
Si la derrota nos sorprendió una semana después, fue porque no quisieron oírme, o creerme, o porque me oyeron y me creyeron pero prefirieron callar… tal vez por no contradecir a los milicos… o a la gente… o por salvar ese negocio de su propio final… O porque yo todavía era demasiado joven y no sabía que en tiempos de guerra, la derrota no es una primicia. Va de suyo.

(continuará)...


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